Un descenso a la medianoche en neón, ruido y necesaria catarsis.
Comenzó con “Bohemian Rhapsody” y terminó en una tormenta de sangre, neón y metamorfosis.
No fui en busca de curación. No hubo peregrinación espiritual ni búsqueda de significado envuelta en metáforas. Quería una cerveza. Tal vez una habitación donde gritar. Algo que ahogara la estática interior hasta que se rompiera y dejara que la noche entrara.
Tokio, Medianoche: Neón Como un Sueño Febril
Tokio después del anochecer no es solo una ciudad, es un estado alterado. Una alucinación sintética con callejones traseros pulsando como venas y letreros que gritan más fuerte que tu conciencia. El lugar se suponía que era un club de encuentros. Lo que obtuve fue una alucinación esterilizada: iluminación fluorescente y esterilidad con aroma a vape disfrazada de vida nocturna.
Y luego llegó la llamada:
カラオケ館 — Karaoke Kan.
Ocho pisos de ajuste de cuentas.
Esto no era un canto grupal impulsado por la nostalgia. Esto era cirugía del alma detrás de una puerta cerrada.
Fase Uno: Rendirse al Micrófono
Una cabina de karaoke en Tokio no te da la bienvenida. Te absorbe. El empleado no hizo preguntas. Me entregaron el micrófono como si fuera una evidencia o un ultimátum. La habitación era beige: ofensivamente neutral. Bancos de cuero sintético. Imágenes de archivo de cascadas y bicicletas solitarias en una pantalla destinadas a hacerte sentir vagamente poético.
Elegí “Creep”. Por supuesto que lo hice. A veces el cliché te elige a ti.
Fase Dos: Un Ritual en Lemon Chu-Hi y Notas Imperfectas
Una hora después, el ritual tomó fuerza. Lemon Chu-Hi sudando en la mesa. Mi voz, sin entrenamiento y ya rasgada, se quebró a través de “Simple Man” como si fuera mi última oración. No por aplausos, sino por exorcismo. Canté “Gimme Shelter” como un himno a dioses que nunca responden.
Luego vino Utada. Palabras que apenas conocía, saliendo de un lugar que no había tocado en años. La cabina no juzgaba. Reflejaba. Sostenía lo que el mundo exterior no se molestaba en considerar.
Fase Tres: Comunión de Extraños
La puerta chirrió al abrirse. Dos locales entraron como sombras convocadas por el ruido. Trajeron whisky y el tipo de silencio que solo la tristeza engendra. Uno derramó su corazón en una canción de Enka. El otro gruñó “My Way” hasta someterla. Voces rotas — voces verdaderas. Ni una nota pulida entre nosotros. No importaba.
Construimos un mixtape de trauma compartido. Blur. Sheena Ringo. The Pillows. Dolores O'Riordan aulló “Zombie” y nosotros igualamos su grito por grito. Cuando “Let It Be” comenzó, ninguno de nosotros sabía si estábamos llorando o simplemente disolviéndonos en el otro.
¿Nombres? Irrelevantes. Éramos anónimos a propósito. Cualquier otra cosa lo hubiera arruinado.
Fase Cuatro: Bautizados por Queen
A las 4AM, invocamos a los dioses — “Bohemian Rhapsody” completo, sin cortes. Cada línea, cada crescendo, cada solo de guitarra vocalizado en falsete quebrado. Un tipo encontró una pandereta. Grité armonías que deberían haberse quedado en mi pecho. Ya no éramos personas. Éramos vibración— sonido puro rebotando en paredes baratas como un gospel.
Y luego, silencio.
Fase Cinco: Sangrando en la Mañana
Tokio al amanecer era quirúrgico — limpio, inexpresivo, frío. El hechizo se rompió en el momento en que pisamos la calle. Los dos locales se inclinaron y desaparecieron. Los fantasmas no se quedan después del amanecer. Revisé mi teléfono: sin mensajes, sin fotos. Sin pruebas. Solo un eco, aún aferrándose a mis cuerdas vocales.
No encontré sabiduría. No escribí una canción. Pero dejé algo atrás en esa habitación. Y me llevé algo de vuelta — innombrable, necesario.
Lo que la Cabina Talló en Mí
El karaoke no es entretenimiento — no a esa hora, no en esa ciudad. Es la iglesia de los emocionalmente ferales. Nadie juzga tu tono a las 3AM. Están juzgando si lo sentiste.
Olvida las versiones pop pulidas. Lo que importa es ese segundo verso, medio gritado, borracho, temblando, dirigido a nadie pero golpeando a todos. Ahí es donde vive la verdad — en las notas quebradas, en la fraseología rota. En el silencio después de que el último coro se desvanece.
Así que sí. Si Tokio alguna vez te traga y te expulsa a un callejón trasero con solo neón para guiarte — sigue. Encuentra una cabina. Cierra la puerta. Sangra en una canción. Pierde tu nombre. Gana algo más.
Y cuando el amanecer atraviese las cortinas que bloquean la luz, sal ronco y santificado.
Cántalo fuerte. Cántalo feo. Cántalo real.
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